La pandemia ha ejercido una fuerza poderosa en distintos ámbitos de la vida cotidiana y la escuela ha sido quizás una de las instituciones más afectadas. Estamos ante una verdadera mutación del ADN escolar, ese que tantas veces se resistió al cambio y hoy ha sucumbido ante el virus del Covid- 19. La escuela, en su concepción moderna como garante de igualdad de oportunidades, arrastra por lo menos medio siglo de promesas incumplidas: lejos de lograr equidad, las evidencias demuestran que la escuela acaba reproduciendo las desigualdades de origen y perpetua así un sistema de profundas inequidades.
Por eso sabemos que la escuela, estructuralmente, tiene que cambiar. Volverse más relevante, más interesante, más didáctica, más justa. Pero su estoicismo organizacional frente a los intentos de transformación ha perpetuado formas de “ser y estar” en la escuela que, en muchos casos, no favorece el desarrollo de aprendizajes potentes y significativos para quienes, en definitiva, más lo necesitan.
El aislamiento social y obligatorio nos ha dado una oportunidad. La escuela se tuvo que convertir en otra cosa. Pero tampoco pequemos de ingenuidad: en un país donde casi la mitad de los alumnos y alumnas en edad escolar no cuentan con acceso a dispositivos y/o a una conexión a Internet, creer que todos estamos adquiriendo, por ejemplo, nuevas capacidades digitales o utilizando equipamiento técnico novedoso, es meramente una ilusión.
El verdadero cambio escolar no pasa por ahí.
La transformación de la enseñanza en 48 horas, literalmente, para reconvertir a la labor docente y reestablecer los vínculos pedagógicos con estudiantes y familias, generó una revolución para quienes somos y hacemos escuela. Lo que cambió, entonces, es el ADN del cambio. La mutación reside en la manera en la que las escuelas se posicionan, diseñan e impulsan los procesos de transformación e innovación educativa. Lo que antes podía llevar meses o años, en el mejor de los casos, hoy duró apenas algunas semanas. Si bien es prematuro evaluar los resultados de esta transformación, lo cierto es que las escuelas han ejercitado un músculo hasta ahora olvidado: nadie pudo quedarse quieto, el movimiento nos sacudió a todos.
Por eso, al enfocarnos en la escuela que nos deja esta pandemia, debemos concentrarnos en esa emergente capacidad institucional de pronta reinvención, que además nos obligó a repensar y modificar integralmente cuatro pilares fundamentales del formato escolar: el tiempo, los vínculos, la relación con el contexto y el espacio.
Las nuevas formas del tiempo escolar
El sistema educativo fue creado para funcionar bajo la apariencia de un tiempo uniforme y constante. Históricamente, todas las escuelas comienzan el ciclo lectivo el mismo día, todas deberían tener – al menos desde la normativa – la misma cantidad de clases, en cada escuela hay un tiempo de ocio y un tiempo de clase, y así podríamos seguir. Hoy sin embargo se vislumbra una nueva etapa de tiempos polimorfos donde convivirán distintas expresiones de la temporalidad en la escuela. Se vienen tiempos de nuevos tiempos: las escuelas ya no se regirán ni siquiera por un mismo calendario escolar, y los alumnos de una misma institución ya no podrán compartir un mismo tiempo de recreo. Algunos países están incluso contemplando diferenciar las jornadas en función de las necesidades de las poblaciones a las que atienden; en nuestro país ya asumimos que probablemente no todos los grados regresen a la presencialidad al mismo tiempo.
El control sobre el tiempo de aprendizaje también está mutando. Los estudiantes ahora deciden cuándo realizar los ejercicios, qué tarea resolver primero, cómo organizar su agenda diaria, en qué clases sincrónicas están y cuándo “salen” de ellas. Hoy la gestión del tiempo se comparte. Y esto también produce un fuerte quiebre en la manera de enseñar, porque el tiempo hoy ya no lo organiza un timbre: nuestros alumnos y alumnas manejan sus propios tiempos como nunca antes y, en consecuencia, también marcan el ritmo de los intercambios y el desarrollo de las clases.
Ya no somos los de antes
La escuela es el espacio privilegiado de socialización, en ella aprendemos a estar y convivir con otros, actuando roles y desplegando vínculos delimitados por posiciones asimétricas definidas, históricamente, en función de aquellos que saben y aquellos que no.
Pero nuestros estudiantes ya no son los mismos: en aquellos sectores sociales que se apropian genuinamente de tecnologías relevantes para aprender, los niños y jóvenes están más empoderados que nunca. No solo gestionan sus tiempos, también definen sus propias trayectorias al decidir qué merece la pena hacer y qué puede quedar para otro momento. “En la pandemia me di cuenta que puedo aprender solo”, relatan estudiantes de segundo ciclo de primaria. Tremendo descubrimiento para una generación de jóvenes que tuvo que madurar de repente y anoticiarse de que tienen capacidades para aprender con autonomía. Estos mismos estudiantes ofrecen contribuciones y asesoramientos sobre aplicaciones y plataformas desconocidas para algunos adultos, y esta relación con el saber imprime otras formas de intercambio, y presenta nuevos desafíos para la función docente.
Los vínculos se transformarán además porque el contacto con el otro se vivirá muy intensamente y con sentimientos ambiguos: el encuentro quedará impregnado por el deseo de estar con los compañeros, pero también podrá encarnar miedos y sensaciones de amenaza ante un potencial contagio. El cuerpo ajeno y la distancia física impactarán fuertemente en las maneras de convivir y en las formas de manifestar afecto: nuevas vinculaciones están por llegar. ¿Estamos preparados para alojarlas?
La relación familia-escuela es otro de los vínculos fuertemente afectados. Los nuevos entornos han acercado íntimamente la escuela a las casas y a los progenitores a la enseñanza. Docentes, madres y padres comparten hoy un mismo escenario y esto demanda nuevos niveles de implicación y compromiso frente al quehacer escolar. A su vez, las familias preguntan, opinan, interpelan a los educadores y manifiestan explícitamente sus prioridades pedagógicas, lo cual contribuye, sin dudas, a una conversación mucho más rica y profunda sobre el rol de la escuela y los propósitos de la enseñanza. Debemos alentar a nuestras familias para que puedan continuar acompañando a sus hijos/as, explicitando qué esperamos de ellos y construir expectativas compartidas sobre el desarrollo integral de los niños y jóvenes.
La escuela y su contexto: entre fronteras porosas y límites redefinidos
La organización escolar siempre se ocupó y preocupó por demarcar qué está adentro y qué queda fuera de la escuela, que es lo que no puede entrar y lo que jamás podrá salir. Los muros que resguardan rituales y rutinas propias del ámbito escolar, han tenido siempre esa función de blindar al mundo escolar de un contexto muchas veces vivido como amenazante, contracultural o simplemente inerte.
Hoy esos límites son ciertamente difusos: ¿Dónde está la escuela hoy: que queda afuera y que hay adentro? Además, en un contexto de suma fragilidad e incertidumbres insoportables, ¿cómo dialoga la escuela con ese entorno? ¿Qué vamos a tomar de él y qué le queremos aportar?
Lo que definitivamente hemos aprendido es que, finalmente, la escuela está adonde la llevemos. Y por lo tanto su contexto más inmediato también forma parte de esa reconstrucción permanente.
El espacio escolar y la clave del cambio
“Estar en la escuela” ha adoptado hoy múltiples sentidos. Extrañamos la rigidez del edificio, es cierto, pero también valoramos la flexibilidad que portan estos nuevos entornos. Tenemos pues una oportunidad bien interesante para repensar los espacios escolares en sentido amplio, más allá del binomio virtualidad-presencialidad. Es un buen momento para diseñar infraestructuras escolares que puedan no solo albergar lo digital y lo presencial de manera simultánea, sino también acoger nuevos modos de organizar el tiempo, promover otras formas de vincularnos y permitir un diálogo más fluido y fructífero con el contexto. Necesitamos pues nuevas arquitecturas escolares para contener nuevas arquitecturas mentales.
La escuela que viene debería edificarse con sólidos cimientos para sostener estos cambios imperceptibles, sutiles, y por lo tanto extremadamente profundos. No concentremos entonces la mirada exclusivamente en la evidente irrupción de nuevas tecnologías en determinados sectores, enfoquémonos en construir una visión global sobre toda la experiencia escolar y la vida en las aulas, para que las escuelas sean efectivamente instituciones más relevantes y justas para todos.