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Notas sobre educación y capacitación en pandemia

Estas breves líneas, casi a mano alzada, se originan en una experiencia excepcional. Tan excepcional como los tiempos, o quizás derivada de ellos. Y son, me disculpo, autorreferenciales, tanto porque dan cuenta de una práctica personal en el campo de la capacitación en la Escuela de Maestros, como producto de una matriz interpretativa que reconoce en la historia mi campo disciplinar originario. Digo originario porque desde el año 2007, a mi “oficio” le quité algo de tiempo para abrevar en las aguas de las ciencias de la educación en “el CePA”.

Desde entonces, en líneas generales, desde los cursos básicos de ascenso (CBA) hemos ido proponiendo a nuestros docentes-alumnos una batería de temas y cuestiones sobre los cuales reflexionar. Un “mínimo” de ideas y enfoques que un director debía tener haciéndole ruido en su cabeza mientras se abocaba a conducir una escuela. Problemas, miradas, perspectivas sobre las que habían podido “pararse” a pensar especialistas, pedagogos, autores de distintas procedencias intelectuales e ideológicas. Y entonces, pensar la escuela como institución era el punto de partida que nos proponía la coordinación para nuestro programa. Concebirla como el espacio de “lo público”, abordarla en su contexto, discutir los factores que hacen a la calidad de sus propuestas, traer al primer plano el principio de justicia educativa. La escuela como continente de experiencias, como lugar atravesado por tensiones producto de la circulación del poder. La escuela como el lugar donde se enseña y se aprende con otros. Luego, poníamos el foco en los sujetos que la habitan. Y entonces, ¡Se llenó de extraños la escuela!”, “muchos, diversos, inquietos… ¡y con derechos!”; “cómo cambiaron los chicos! -y, obviamente, las familias-, son frases que sintetizan el desconcierto en el colectivo docente por el pasaje de la homogeneidad que imperaba en las aulas a la pluralidad de las infancias, a la diversidad de trayectorias, historias de vida que condicionan las posibilidades de educabilidad de los chicos. También nos interesó discutir el currículum como construcción cultural e histórica, y el Proyecto escuela como la herramienta eficaz para arribar a la institución deseada, aquella que lograra expresar y traducir nuestra postura filosófico-política acerca de lo que entendemos por educación de calidad para todos. 

 Y en el centro de todo esto… el equipo de conducción: ¿cómo hacerse cargo del cargo?; ¿cómo construir un liderazgo democrático que distribuya el poder sin delegarlo? ¿cómo armar un equipo de trabajo con los y las maestras de la escuela? ¿cómo proponer nuevas visiones en instituciones que han dejado una marca, que ya tienen una historia que los precede como directivos?  Hasta aquí, algunos de los ejes sobre los cuales trabajamos con nuestros docentes-alumnos combinando los desarrollos teóricos con los “modos de hacer”.

En esto estábamos cuando una “sopa de murciélago” del otro lado del mundo paró al mundo. Y aquí radica la excepcionalidad del momento. Cierto es que como humanidad no es la primer pandemia o catástrofe demográfica que sufrimos. Hacia mediados del siglo XIV, -¡en sólo 6 años!-, la “peste negra” arrasó con aproximadamente un tercio de la población europea. Poco más de un siglo después, la llegada de los europeos al continente americano provocó un derrumbe de la población nativa tan abrumador que hubo que recurrir a una institución que había sido abandonada desde hacía siglos: la esclavitud. En este caso, los buques que transportaban el “ébano” drenaron desde África millones de seres humanos que podían comprarse y venderse para realizar el trabajo necesario en el “nuevo” Mundo. La llamada “gripe española” luego de la Primera Guerra Mundial, y las más cercanas apariciones de varios “corona” virus fueron dando señales que no alcanzaron a preocupar a aquellos que toman decisiones depredadoras para el planeta. Porque resulta claro que esta pandemia es un aspecto más de la globalización capitalista. Es su versión biológica, sanitaria. Es el resultado de la destrucción de ecosistemas, de la producción industrializada de proteínas animales, de la deforestación para la instalación de monocultivos, del avasallamiento de la tierra y, con ella, de las comunidades ancestrales que defienden un uso respetuoso del espacio. 

La excepcionalidad radica en que esta pandemia cerró las fronteras de los países con la misma celeridad que lo hizo con las fábricas, talleres, las universidades y las escuelas. Esta es la novedad que angustia, porque dio lugar a algo impensable: ¡escuelas y universidades cerradas!, por primera vez en todo el mundo.  El aislamiento pasó a ser la principal forma de evitar el contagio para vencer a un “enemigo invisible”. Nuevamente las recurrentes metáforas bélicas poblaron los discursos de gobernantes y políticos: enfrentamos una guerra, el enemigo está fuera de nuestras casas, agazapado, esperando un vector para lograr expandirse. Y hay que vencerlo. Pero “la guerra la iniciamos nosotros”, dice Mónica Cragnolini, cuando nos convencimos de que todo lo viviente está a nuestro servicio.1

El contexto aparecía tan extraordinario -en relación con las medidas tomadas para frenar la difuminación del virus- que algunos filósofos, pensadores, ensayistas se pusieron a imaginar escenarios futuros: ¿cómo saldríamos de la pandemia? (¿más solidarios?, ¿menos consumistas?) Para algunos, el virus asestaba un golpe mortal al capitalismo salvaje. Otros, menos optimistas, señalaban el riesgo de “naturalizar” estados de excepción, que hicieran de la vigilancia digital un acabado mecanismo de control social. Y cada uno de estos escenarios con sus variantes, matices, objeciones, replanteos.2

En Argentina, tempranamente, se impuso la “cuarentena”. Cambió, entonces -y entre otras cosas- nuestra percepción del tiempo, que comenzó a desplegarse como un continuo, fluyendo, impidiendo anclajes, particiones, tornando obsoletos relojes y cronogramas. Y entramos en un tiempo de “espera”, un tiempo “entre” lo que nos obligaban a dejar y aquello que aún no nacía, pero que no dejábamos de imaginar. Algunos de nosotros, superado ese shock inicial paralizante -los docentes dejábamos las aulas!!!- no logramos romper con una lógica “productivista” de estar haciendo algo todo el tiempo como si fueran tiempos normales. Porque… ¡no podíamos perder el tiempo!!, cuando “lo único que se puede hacer con el tiempo es perderlo”, dice provocativamente Lucas Mendez, psicoanalista que nos alerta acerca de no volver a la normalidad “porque en la normalidad está el problema”.3 

Nuestro mundo, entonces, dado vuelta: desazón, tristeza, alejamiento de nuestros afectos, terror biológico al contagio, imágenes casi apocalípticas, poblaciones aisladas, carreteras vacías, rituales que desaparecen impiadosamente. ¡Hasta la forma de transitar la muerte de un ser querido ha cambiado! La muerte, casi un “trámite” gestionado por otros.

“(…) el aislamiento nos hace más humanos en el sentido antropológico del asunto: observar la naturaleza y pensar qué parte nos toca en todo esto, a veces maravillarnos con lo que pasa por la ventana y otras refugiarnos como en fiestas de guardar. Y, sin duda, nos hace más primitivos. He aquí, como ejemplo, uno de nuestros principales guardianes que últimamente volvió para quedarse: el miedo”.4

La pandemia del Covid-19 cerró todos los sistemas educativos a nivel mundial.

The children of men (2006) es un drama de ciencia ficción basado en la novela homónima de P. D. James (1992) que narra un futuro distópico en el cual la humanidad está condenada a la infertilidad. ¡Un mundo donde no nacen niños! Un mundo que no necesita escuelas. Una de las escenas que más me impactó del film es aquella en la que los protagonistas llegan a lo que fue, en el pasado, una escuela. Escapando de grupos terroristas de distinto signo -tanto de los que responden al Estado totalitario que vigila, encierra, persigue, castiga, como de los grupos ambientalistas también violentos-, llegan a un edificio semi destruido pero que puede acogerlos, darles albergue. La escena es desoladora. La escuela, vacía, vandalizada, aún conserva “restos” de lo que fue cuando la habitaban los niños. 

Desde la Escuela de Maestros, con la asistencia de nuestras coordinadoras, nos abocamos a dar respuesta a los y las docentes en los cursos de ascenso. Revisamos los programas y contenidos adaptándolos al nuevo escenario, reemplazamos la presencialidad en las aulas por la sincronicidad en las pantallas, elaboramos recursos y estrategias nuevas y logramos dar contención a las incertidumbres de nuestros docentes-alumnos en tiempos de pandemia. Un trabajo que resultó sincronizado y en el que aportaron -a toda hora- todos los engranajes humanos de la Escuela de Maestros. Si bien ya habíamos incorporado la virtualidad en nuestras propuestas de años anteriores, esta vez, dejaba de ser un aporte complementario de los cursos. Los resultados, al día de hoy, nos conforman y, de alguna manera, también nos enorgullecen como equipo y como institución. 

Pero desde una mirada “macro”, mientras algunos de nosotros logramos transitar el aislamiento con dignidad, a pesar de los temores existenciales, en Argentina, la pandemia dejó brutalmente expuesto, una vez más, el rostro inocultable de la desigualdad en una sociedad estallada, cuando todavía estábamos juntando los pedazos desperdigados por el esquema del ajuste perpetuo que colapsó en 2001.

En esos tiempos crueles de fines del siglo pasado, la democracia delegativa combinada con un modelo de valorización financiera que completó lo iniciado por la dictadura cívico-militar provocaron la fragmentación social y la atomización de los sectores asalariados en la que había sido la sociedad más integrada de América latina hasta mediados de los años 70. 

Endeudamiento, dependencia, desindustrialización, incremento de la pobreza e indigencia, nuevos pobres aportados por los segmentos más vulnerables de la clase media, crisis de representación y de legitimidad (¡Qué se vayan todos!) son algunos de los factores que confluyeron en el estallido de diciembre de 2001. Y en este punto, debemos decir que la escuela, casi como el último refugio, fue una de las instituciones que cumplió una imprescindible función social de contención.  Como una red, evitó el total desfondamiento de nuestra sociedad. La escuela -sus maestros y maestras, sus auxiliares, sus directores- protegió, alimentó, reparó, cuidó a niños y niñas vulnerados. 

Y cuando el tejido social dañado empezó a repararse, volvimos a permitirnos reflexionar acerca de su eficacia para transmitir nuestra cultura y formar sujetos autónomos. Esa escuela que en Argentina funcionó como metáfora del progreso, como forma hegemónica de transmisión de los valores identitarios de la argentinidad en la construcción de un “nosotros”, como exitoso dispositivo “moderno” de integración en un país de inmigración, la escuela como “máquina” de educar 5 volvía a ser el centro de nuestras preocupaciones. La escuela ¿“atrasa”?, ¿es eficaz para transmitir saberes significativos? ¿qué es una buena escuela?; la escuela no permite el tiempo de la intensidad propio de la infancia, señala insistentemente en sus escritos y conferencias Carlos Skliar. 

Casi todas las escuelas son injustas” se animaba a señalar el sociólogo francés Francois Dubet cuestionando las trampas de la meritocracia y de la “igualdad de oportunidades” 

“Una escuela justa debe permitir a todos sus estudiantes conseguir logros en función de su trabajo y su talento. Una escuela es injusta cuando los logros de los estudiantes dependen de las condiciones sociales y de los ingresos de sus familias. Desde este punto de vista, casi todas las escuelas en el mundo son injustas, porque los estudiantes de clases favorecidas tienen mejores resultados que aquellos de clases desfavorecidas” 6

Decíamos: “algo tiene que cambiar”. Y de pronto, ¿queremos este cambio? La pandemia aceleró situaciones y transformó escenarios que pensábamos ubicados en el futuro. 

Buscando pistas, en estos tiempos, muchos de nosotros hemos recurrido a visualizar conferencias de expertos, conversatorios, ateneos para lograr puntos de anclaje necesarios para nuestra tarea y para el mediano plazo. 

Todo el sistema educativo argentino se adaptó para intentar mantener la continuidad pedagógica en el contexto de desescolarización forzado por la pandemia. No fue una elección sino una respuesta obligada, con altas dosis de voluntarismo de docentes y familias. Y también con situaciones extenuantes para mamás docentes por la duplicación de tareas. A pesar de tanto esfuerzo desde los distintos niveles del Estado -recursos materiales, aportes bibliográficos, programas de asistencia económica, estrategias para minimizar los daños-, las desigualdades estructurales de nuestra sociedad demostraron que no todos los niños y niñas pueden transitar estos tiempos de la misma manera: condiciones de hacinamiento, carencia de dispositivos tecnológicos, falta de conectividad, hasta falta de energía eléctrica.

“Desconectados” es la nueva categoría que Mariano Narodowski propone agregar a aquellas que veníamos discutiendo cuando hablábamos de la “pluralidad” de infancias. Y pensando en el día del retorno a clases en la pos-pandemia, señala el problema de la “escasez” de los espacios escolares (vacantes disponibles) y propone, como parte de su ideal “pansophiano”, distribuir los espacios escolares no siguiendo los criterios previos al covid-19, justamente para no causar un doble daño a aquellos niños que se perjudicaron por el aislamiento.7 En definitiva,  para no convalidar la exclusión de esta infancia “des-realizada”, como la caracteriza en varios de sus escritos. 

Sin embargo, la generación de nuevos espacios e inversión en infraestructura escolar chocará con el derrumbre de la economía (de todas las economías del mundo), que condicionará esta necesidad. Economías que se paralizaron, Estados que no recaudaron e incrementaron el déficit fiscal para poder asistir a aquellos ciudadanos impedidos de trabajar y poder amortiguar sus padecimientos.

Para ese día después, las vacantes serán un recurso escaso que, seguramente, perjudicará más a los sectores populares que concurrían a escuelas superpobladas antes de la pandemia. Porque, siguiendo a Narodowski, las escuelas con suficiente espacio físico no son, en líneas generales, las escuelas de los sectores vulnerables. Y hoy la escuela es, para los sectores más pobres, “irreemplazable”, “insustituíble”.

Para la vuelta a clases, en el mediano plazo, los chicos no volverán todos juntos, ni al mismo tiempo, manteniendo una alternancia obligada para asegurar el distanciamiento. El retorno será escalonado, según regiones, según las condiciones materiales y sanitarias.  La pregunta que introduce Flavia Terigi es si volveremos “para hacer lo mismo”, o si “hacer lo mismo pero más rápido”. Porque, el problema no es solamente a dónde van a volver los chicos, sino “a qué”. ¿Qué van a aprender?

Y propone una revisión profunda del currículum, a partir de algunas claves necesarias que cuestionen la escuela monocultural, las relaciones patriarcales de poder, la monocronía en las formas de enseñar.8

Y para cerrar estas reflexiones, y a título personal, cuando se logre volver a la escuela es evidente que no seremos los mismos. La experiencia ha sido traumática para adultos y niños y en las escuelas se deberá dar lugar al pensamiento y reflexión colectiva de una experiencia de tanta excepcionalidad. 

Los edificios vacíos volverán a ser escuelas. Pero… ¿Con qué herramientas se le pondrá el pecho a instituciones  que serán más desiguales?  Se me ocurre que con una buena dosis de “deseo”, como plantea Skliar, de “pasión” por enseñar, por volver a ser ese “maestro antidestino” que tan bien supo definir Carina Rattero.9 ¿A qué se vuelve luego de “extrañar” tanto?, ¿para enseñar qué?. A priori se me ocurre que agregar a la noción de justicia curricular la de “justicia ambiental” puede ser un buen comienzo.

En medio de este tembladeral; nuestra tarea en la capacitación de directivos adquiere nuevas dimensiones. Hoy más que nunca los conceptos de gobierno escolar, de liderazgo, de gestión entendida como ética probarán su pertinencia porque, ¿cómo gestionar la nueva realidad? Se necesitarán directivos que acompañen y sostengan a docentes desconcertados, y que sean lo suficientemente flexibles como para animarse e innovar con ellos, a probar. No hay recetas para este retorno!  La experiencia que ha de vivirse cuando se abran las puertas de las escuelas será histórica, en el sentido de gesta, de fundación. 

No podemos adelantar resultados, pero no tengo dudas de que la escuela, además del lugar de encuentro de los cuerpos, de juego y sociabilidad, de transmisión cultural, será también un lugar de “cuidado”. Volverá a ser la institución que acoja, que sostenga, que repare, un lugar de “posibilidad” para todos. El último refugio, una vez más. 

1 Ver La Fiebre. Pensamiento contemporáneo en tiempos de pandemias, Editorial ASPO (Aislamiento
cocial preventivo y obligatorio), abril 2020
2 Ver Sopa de Wuhan, ASPO, marzo 2020.
3 La Fiebre, op. Cit.
4 Diego Golombek. “Pa(n)ciencia. La gestión de la pandemia y de la espera” En: La vida en suspenso. 16 hipótesis sobre la Argentina irreconocible que viene, S.XXI Editores/Crisis, 2020
5 Ver Pablo Pineau, Inés Dussel, Marcelo Caruso. (2001). La escuela como máquina de educar, Paidós.
6 Entrevista en Dirección General de cultura y Educación, Provincia de Buenos Aires, 2015
7 Ver nota en La Nación, 21.7.2020
8 Ateneo “Futuribles escenarios escolares pospandemia”
9 Carina Rattero.” Del cansancio educativo al maestro antidestino”